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Trump, Slim y los negocios
D

onald Trump “no es Terminator, es Negotiator”, declaró el magnate Carlos Slim Helú el 27 de enero. No hay que espantarse: según el cuarto hombre más rico del orbe (sólo detrás de Bill Gates, el español Amancio Ortega y Warren Buffett), el racista, xenófobo y misógino nuevo inquilino de la Casa Blanca es un gran negociador y tiene una gran estimación por México. Para el titular vitalicio del Grupo Carso (Telmex, América Móvil, Grupo Financiero Inbursa, Compañía Minera Frisco, etcétera) y accionista mayoritario del diario The New York Times −quien el 17 de diciembre pasado se reunió en privado con Trump en Florida−, lo peor para tratar con él es enojarse; Trump está provocando para negociar.

A su juicio, el impredecible demagogo ex conductor de reality shows que encarna hoy al pueblo estadunidense en su versión supremacista anglosajona, blanca y protestante, y que a golpes de Twitter utilizó a los mexicanos como chivos expiatorios en campaña, humilló a Enrique Peña Nieto ante el mundo entero, puso en marcha una campaña de odio y desató la cacería de migrantes indocumentados, sólo encarna una utopía regresiva: trata de retornar a la exitosa sociedad industrial (manufacturera) de Estados Unidos del pasado.

Miembro de la élite liberal desterritorializada que se benefició del programa de globalización capitalista militarizado y rapaz impulsado por la administración Obama, Slim sabe que el trumpismo en una extensión del neoliberalismo por otros medios. O, al decir de Michael T. Klare, una suerte de administración Reagan de los años 80 que ha tomado esteroides para coger músculo.

Según James Petras, Trump es un nacionalista-capitalista, un imperialista de mercado y un realista político que está dispuesto a pisotear los derechos de los inmigrantes y de la mujer, la legislación sobre cambio climático y los tratados con la población indígena. Al igual que los legisladores republicanos en el Congreso, los miembros de su gabinete –integrado por militares imperialistas, expansionistas territoriales y fanáticos delirantes− están motivados por una ideología belicista más cercana a la doctrina Obama-Clinton que a la agenda de Estados Unidos primero.

En ese contexto, como integrante de la clase capitalista trasnacional, el llamado a la unidad nacional y a respaldar a Peña Nieto formulado por Slim −cuya fortuna junto con la de los multimillonarios Germán Larrea (Grupo México), Alberto Bailleres (Grupo Peñoles) y Ricardo Salinas Pliego (Tv Azteca) representa 9 por ciento del PIB mexicano− está dirigido a frenar las movilizaciones provocadas por el gasolinazo y encubrir la brutal lucha de clases desatada por los poderes fácticos contra las masas empobrecidas de México. Al respecto, cabe recordar la frase de Warren Buffett en 2006: “Ciertamente, está en marcha una guerra de clases (…) pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está haciendo guerra, y nosotros estamos ganando”.

En la coyuntura, luego de la agenda de guerra global asimétrica de la administración Obama −con los rescates corporativos, las deportaciones en masa, sus drones y el Estado policiaco represivo−, el régimen neoliberal recargado de Trump −incluso con un entramado cultural e ideológico dramáticamente distinto del utilizado por el primer presidente negro en la Casa Blanca− no significa una ruptura, sino que converge perfectamente y garantiza los intereses de la clase capitalista trasnacional.

Como ha señalado W. I. Robinson en De Obama a Trump: el fracaso de la revolución pasiva, el trumpismo y el brusco giro hacia la extrema derecha en EU, con organizaciones de fachada como Americans for Prosperity, Cato Institute y Mercatus Center, es la progresión lógica del sistema político frente a la crisis del capitalismo global. La élite liberal y su proyecto de globalización capitalista a través del discurso más amable, más suave del multiculturalismo −apunta Robinson−, llegaron a un callejón sin salida y abrieron la caja de Pandora del fascismo del siglo XXI.

Cabe recordar que el fascismo es ante todo una respuesta a profundas crisis estructurales del capitalismo. La diferencia clave entre el nazifascismo del siglo XX y el resurgimiento de corrientes neofascistas tras la crisis financiera de 2008, es, según Robinson, que el primero involucró la fusión del capital nacional con poder político reaccionario y represivo, en tanto que el segundo supone la fusión del capital trasnacional con poder político reaccionario. En ese sentido, el régimen de Trump no representa una salida, sino que es, por el contrario, la encarnación de la dictadura emergente de la clase capitalista ­trasnacional.

Como ha advertido el experto en guerras irregulares y asimétricas Robert Bunker, asistimos a una insurgencia plutocrática. Y si bien existen contradicciones y confusión en las élites políticas y económicas trasnacionales, no cabe duda de que con su equipo de mexicanófobos, islamófobos e iranófobos −y con su discurso socialdarwinista, neoautoritario con reminiscencias hitlerianas y de poder desnudo, desprovisto de las máscaras de la era Obama−, la administración Trump puede retrotraer al mundo a la época de las Cruzadas.

A corto plazo, el Plan energético Estados Unidos primero, diseñado para la eliminación virtual de todo impedimento a la explotación de petróleo, gas natural y carbón, arroja ominosas sombras extraterritoriales sobre México. En ese contexto, la revelación de un plan de negocios entre la subsidiaria mexicana de la empresa Energy Transfer Partners −de la que el magnate neoyorquino y su secretario de Energía y ex gobernador de Texas, Rick Perry, fueron socios hasta hace poco− con la firma Carso Energy, del Grupo Carso de Slim, para vender gas a la Comisión Federal de Electricidad, podría explicar por qué, para el magnate mexicano, pese a su utopía regresiva, Trump no es Terminator, sino Negotiator y representa un gran cambio en la forma de hacer política y de gobernar.