Para todos los Boris Miranda

Columna
DÁRSENA DE PAPEL
Publicado el 24/05/2021

Las personas geniales tienen la virtud de continuar viviendo aún después de muertas, burlando incluso la desidia de los que obstinadamente seguimos por aquí, la de nosotros, mal pagadores de su buen pasar por este mundo, que con pérfida memoria incurrimos en la descortesía imperdonable de olvidarnos de ellas a los dos días de su funeral.

Cómo llorar a un buen muerto fue el pretencioso titular que le puse a un artículo cuando caí en cuenta de semejante negligencia nuestra a la hora de despedir a esos seres excepcionales que, a mi juvenil modo de ver, no se merecían un adiós común y corriente.

Entonces, con la ocurrencia típica del imberbe, poco me faltó para plantear una clasificación de lágrimas –como si uno se dispusiera a escoger las hojas de coca para saborear las seleccionadas en alguna ocasión especial–, de modo que las mejores fuesen destinadas a los muertos verdaderamente dignos de llorarlos a moco tendido.

Aquella especie de decálogo establecía que, en justicia, para honrar a un buen muerto solo sirven las lágrimas enteras, y que, en consecuencia, las sobras del ojo: la gota insulsa, el pobre llanto seco y a veces entrecortado, imagen y semejanza de la ordinaria concepción del desconsuelo, podrían quedar para gentes menos importantes.

He dejado de ser aquel joven soñador de un mundo menos injusto, al menos, con sus muertos, pero debo confesar que todavía me reservo algunas de mis mejores lágrimas para los extraordinariamente buenos que se me anticipan. Y es que, discúlpeseme el desahogo, no estoy acostumbrado a vivir sin algunos imprescindibles.

Sorbiendo un poco del optimismo que casi ya no tengo, creo que este tiempo de la pandemia probablemente nos haya hecho tomar conciencia del enorme vacío que dejan en nosotros los muertos sin par, pero, por el contrario, no creo que aún seamos capaces de rendirles el homenaje póstumo que los buenos muertos se merecen: a grito de alma pelado –con la suficiente indiscreción– profusamente lacrimal.

No es que seamos, por lo general, unos insensibles. Somos más bien, me parece, descuidados. Y muchos aprenden muy rápido a seguir como si nada, como si las ausencias no contaran, como si las presencias fueran todas iguales.

Hoy, siento que la partida de Boris Miranda no se equipara con la de esos individuos que vulgarmente cada hora van a parar a los cementerios. Y que –como en su caso– no tiene ningún sentido enterrar a los buenos muertos por la sencilla razón de que, por más que la memoria nos traicione a los dos días de su funeral, ellos, como Gardel, no se mueren nunca. (Ahora pienso que Piazzolla fue un ingenuo cuando, en una carta jovial, se despedía así del Zorzal Criollo: “no te mueras nunca”. Sintomáticamente, se habían conocido en Nueva York durante la filmación de El día que me quieras).

Soy un tonto con expectativas infundadas. Cuando me acometen estos trances absurdos como el de Boris, no pasa mucho tiempo y me sobreviene la esperanza del reencuentro. Sigue ahí la pena grande por esa persona genial que se ha ido dejándonos una horrible sensación de orfandad, pero, al mismo tiempo (¿porque hay Dios?, ¿porque hay una fuerza superior que llega siempre en nuestro auxilio?) está la esperanza, una inexplicable fortaleza de espíritu: ¿Habrá algo más hermoso que imaginarte después de muerto reuniéndote de nuevo con tu papá, con tu mamá, con tus abuelos queridos, con ese amigo entrañable que se te adelantó? ¿Y si morirse no fuera tan malo para los que se van como lo es para los que seguimos por aquí?

Un día, siendo muy joven, sembré la semilla de la lágrima; desde entonces, la riego con paciencia y la cosecho según mi conveniencia. Está la madre y está la hija, como probablemente la concebiría en su tiempo Charly García. Todas son agua, pero yo me precio de irlas soltando como en cuentagotas y, selectivamente, me guardo las mejores.

Gajes del oficio de enterrador, a fuerza de réquiems olvidables, al final acabé cultivando el arte más justiciero de todos, el de llorar desconsoladamente a un buen muerto.

 

El autor es periodista y escritor

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